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Bajo la sombra del Ciprés

Actualizado: 27 feb 2021

En el incesante ir y venir de la ciudad podemos encontrar un lugar del que emana una quietud y un silencio que nos resulta ajeno. Gracias a este espacio, nuestro incesante hambre de actividad pierde por completo su fuerza y sentido; este lugar es el cementerio. Un espacio entre los Mundos, entre la realidad cotidiana y lo desconocido. En sus estrechas avenidas formadas por las lápidas, la rectitud y el orden que rigen nuestra vida se desvanecen por completo.



Los cementerios han sido desde muy antiguo el territorio más sagrado de todos, aquel en el cual los espíritus de los difuntos podían descansar o reinar a sus anchas, un lugar fuera por completo de las leyes del orden y la vida. Aquí reinan poderes que se escapan a nuestro conocimiento y que no están sometidos a nuestro control. Nuestra fragilidad humana y nuestra propia mortalidad quedan al descubierto para hacernos sentir vulnerables, sujetos a los designios del tiempo y del destino.


Por este motivo, los camposantos han jugado un papel muy importante dentro de la relación del ser humano con lo sagrado. Los espíritus, diosas o dioses asociados a este terreno siempre han sido muy poderosos; guardianes del portal entre la Tierra de los Vivos y el Reino de los Muertos. Su suelo se considera “terreno sagrado” ya que acoge los restos de los que han terminado su paso por esta tierra y los acuna en su sueño hasta el renacer desde el vientre de la Madre.


Es muy habitual que los cementerios estén custodiados por cipreses (cupresus serpenvirens), que como estáticos vigías permanecen erguidos soportando el paso de los años. La función de estos poderosos aliados vegetales radica no solo en el hecho de que sus raíces crezcan verticales (con lo que no interfieren en las tumbas), sino en su función de custodios de las almas. La fuerza del Ciprés retiene y fija los espíritus en el terreno, en la oscura y podrida tierra donde los cuerpos se descomponen para devolver los nutrientes a la cadena trófica. Las sombras de nuestros difuntos duermen y descansan entre los restos de sus hojas, sus raíces crean una barrera que separa las dos realidades: la de los vivos y la de los muertos.



Podemos decir que los Cipreses son las Puertas hacia el Otro Mundo, que se abren directas al Mar del Ocaso, donde las almas de nuestros amados surcan las aguas hasta la Isla Resplandeciente…


Muchos son los ritos y costumbres que encontramos asociados a los camposantos y los que tratamos hoy son aquellos que tienen que ver con la celebración romana de las Parentalias. Estas fiestas tenían lugar entre el 13 y el 21 de Febrero, y en ellas la familia unida honraba a los familiares fallecidos (los parentes) mediante una serie de rituales y ofrendas. De esta manera, estos quedaban aplacados y la familia podía continuar con su vida cotidiana.


Lo que podemos ver en estas celebraciones responde a un sentimiento mucho más arcaico y centrado en el culto a los difuntos que es propio de las raíces más antiguas de la cultura europea. Con la llegada de Febrero los días se alargan poco a poco y, en los países de clima templado, podemos contemplar el primer asomo de la primavera. Los almendros florecen, las caléndulas, los narcisos, los muscaris, la mostaza silvestre…Toda una infinita variedad de flores y hierbas nos deleitan con sus colores y aromas, recordándonos que tras el invierno llega la primavera. Es en este momento cuando debemos por fin despedir a los espíritus de los difuntos.


Los muertos que se ven liberados de sus restricciones en el Otro Mundo al llegar la cosecha y la época oscura del año, deben volver ahora de nuevo al “inframundo” para que el ciclo se complete. Su función original, traer el caos primordial para renovar la vida a través de la muerte, ya está cumplida con el regreso de la primavera. Por eso estos ritos eran tan importantes, porque simbolizaban el cambio estacional y el cierre del ciclo de caos y desgobierno. La naturaleza recupera el orden y las fuerzas se alinean para traer el renacer de la vida. Esta cosmovisión primordial en la cual muerte y vida se nutren y retroalimentan podemos encontrarla en casi todas las celebraciones de carácter agrario de Europa (y en muchos otros lugares del mundo).




John William Waterhouse


Durante la celebración de las Parentalias, la familia visitaba el cementerio donde estaban enterrados sus familiares para llevar a cabo una serie de ofrendas sobres sus tumbas a fin de propiciar y aplacar a sus espíritus. Los sacrificios, las ofrendas de flores, vino, miel, leche, harina, avena, pan y sal eran muy comunes. También se celebraban banquetes y juegos sobre las tumbas. Estas celebraciones terminaban el 21 de Febrero, momento en el cual se celebran las Feralia, la fiesta en honor a los difuntos, ya que se consideraba que esa noche vagaban por la tierra.


“La Feralia era una aplacación y un exorcismo: Ovidio pensaba que era más rural, primitiva y antigua que la propia Parentalia. Parece haber funcionado como un ritual de limpieza para el día siguiente, la fiesta de Caristia, cuando la familia mantenía un banquete informal para celebrar la amistad entre ellos y sus benevolentes muertos ancestrales (lares).”

 Ovidio, Fasti


Lo que nos ocupa aquí es la importancia de los ritos de las Parentalia, como una forma de aplacar a los muertos con ofrendas y demostraciones de afecto por parte de sus familiares que les incluyen en la vida cotidiana realizando banquetes sobre las tumbas. De aquí se deriva la importancia que en el mundo antiguo tenían los rituales de enterramiento y los relacionados con los difuntos. En Roma el entierro de los muertos era un deber sagrado. Negar la sepultura a un cadáver era condenar al alma muerta a errar sin descanso y en consecuencia, crear un peligro real para los vivos. En la literatura grecorromana son abundantes los ejemplos de fantasmas que se aparecen a los vivos para reclamar un entierro digno. Este tipo de espíritus se aparecen allí donde están sus restos óseos sin haber recibido el funeral apropiado (aquí podemos ver reminiscencias del concepto del alma ósea propia de los cultos animistas más antiguos).


Este terreno liminal del cementerio está consagrado a diferentes divinidades con amplios poderes sobre la vida y la muerte, como por ejemplo la diosa Hécate. Ella aparece representada como la que acompaña a las almas de los muertos en su camino al inframundo, guiándolos con la luz de sus antorchas (como guía a Perséfone en su regreso a la tierra). Aquí podemos verla como psicopompo de la muerte, pero también es una guardiana de la vida, como protectora de los partos (que son la puerta a la vida). Hécate no pertenece a ninguno de los dos mundos, sino que se mantiene en la frontera, guardando la Puerta y permitiendo el delicado equilibrio que sostiene la existencia. Ella hace girar los goznes de las Puertas entre los Mundos.


Como parte del camino que recorremos en nuestra comprensión de los misterios del territorio debemos llevar un paso más allá nuestro trabajo con todo aquello que aprendemos de fuentes externas. Es muy común que nos aferremos a un sistema de creencias como puede ser la Rueda del Año de la Wicca (o de muchas otras tradiciones neopaganas) y no profundicemos en su significado o en su relación con otras celebraciones. En mi caso, los rituales celebrados durante el sabbat de Imbolc no expresan toda la profundidad simbólica que contiene el mes de Febrero. Sentía como algo absolutamente necesario profundizar e ir más allá, conectar mi celebración con los antiguos ritos enfocados al apaciguamiento de los espíritus de los difuntos.


Inspirados por nuestra investigación histórica, cargamos la cesta de ofrendas y nos dirigimos al Cementerio de la Almudena para llevar a cabo nuestra versión de estos antiguos rituales.



El simple hecho de poner un pie en el cementerio ya supuso un poderoso cambio en nuestro estado de conciencia. Rodeados de edificios y “civilización” parecía que entrábamos en un mundo ajeno por completo a los ritmos a los que estamos acostumbrados. El silencio y la soledad de ese espacio provocó un tremendo impacto en nuestra psique. Empezamos a caminar en silencio, entre las tumbas, entre restos de flores secas y estatuas agrietadas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Estábamos inmersos en esa especie de peregrinaje cuando sentimos la llamada de una zona en concreto del cementerio. No era ni la más hermosa ni las más monumental, pero emanaba una sacralidad y una presencia propias que ejercían su atracción sobre nosotros como un imán.




Y allí, bajo la sombra de los cipreses que se cerraban como un círculo a nuestro alrededor, llevamos acabo nuestras ofrendas y nuestros rezos, encendimos nuestras velas y quemamos un incienso en honor a Hécate para que abriera los caminos. La presencia de la diosa se manifestó de forma muy poderosa en el susurro del viento en las ramas de los cipreses y casi podíamos escuchar la voz de los muertos llamándonos desde la quietud de la tierra.


Fue un rito sencillo e íntimo, sin grandes puestas en escena ni palabras grandilocuentes, simplemente nuestro deseo y voluntad de cerrar el ciclo, de dar el siguiente paso en la Rueda de la Vida. Aunque este lugar no es nuestro territorio de origen, aunque nuestros muertos no descansan bajo este suelo, el poder de la marea de la Vida nos conectó con el profundo sentido de estas celebraciones.



Si algo aprendimos ese día fue la necesidad real de conectar con aquello que te mueva “las tripas”, aquello que te haga realmente conectar con la tierra viva a tu alrededor; no quedarnos sólo en lo que podemos leer en los libros o lo que nos enseñan en una determinada tradición. Debemos hacer nuestro el ciclo del año y aprender a ver las señales que lo convierten en una realidad manifiesta en nuestra propia vida y nuestro propio entorno.


Y ahora, mientras la diosa Hécate se aleja cabalgando el viento con las almas de los muertos de camino al descanso del Inframundo, las flores se abren en los almendros. Su narcótica fragancia inunda el aire a nuestro alrededor y el calor del sol nos recuerda que estamos vivos de nuevo y que se acerca la primavera.





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